Blanco (Guest Star: Criadillas) Puedo llegar a jurar que ese día fue el comienzo de todo.
La vida, a los trece años, puede ser bastante puta si las condiciones no son precisamente las idoneas.
Y pesar 80 kilos, tener gafas, aparato dental y ser ligeramente estrábico, no mejora las cosas precisamente.
Pero aquel día nada de eso importó. Al menos tras el momento preciso...
Era enero. Uno de esos días de enero nevado en los que absolutamente todo a tu alrededor es de un blanco níveo, impoluto, brillante, casi de plata... perfecto.
Uno de esos días en los que sales a la calle embutido en dos camisetas, pantalones gruesos, botas, una camisa, un jersey de lana, un plumas, una bufanda, guantes y gorro, y andas con dificultad, pero reconfortado al sentir que ni un ápice de frío atraviesa tu coraza, aunque el ambiente sea gélido ahí fuera.
Al llegar a la parada del autobús que todas las mañanas me llevaba al instituto, me senté brevemente en un banco cercano; y digo brevemente porque no tardé en darme cuenta que estaba congelado por completo.
De nuevo de pie, y con un ligero fastidio, manipulé la ropa que cubría mi muñeca hasta lograr desenterrar el reloj que yacía debajo.
Llegaba con diez minutos de antelación.
Recuerdo que suspiré, y me propuse entretenerme mirando el horizonte, a las montañas blancas que me miraban cercanas, con toda su arrogante magnificencia, haciendome ver que yo no era más que un insecto para ellas.
La idea me deprimió bastante, y acabé por olvidar lo que tenía delante, y entretenerme intentando hacer anillos de vaho con el vapor que salía de mi boca, como si del humo de un cigarro se tratase.
No había absolutamente nadie a mi alrededor, y los únicos sonidos que llegaban a mis oidos eran los del viento, o el de mi respiración.
Absolutamente nada más. Por eso amo el invierno. Y cualquier otra época del año me hace sentir como un pez fuera del agua.
Odio profundamente el verano. El calor asfixiante, la sensación de sequedad en la garganta, el sudor y el mal holor que desprenden los cuerpos... y esos días que parecen eternos.... las noches cortas....
El sonido del autobús escolar me hizo salir de mis pensamientos, y al girar la cabeza lo ví asomarse de entre los árboles, por la carretera que cruza el bosque en dirección al centro del pueblo.
Esperé a que llegara junto a mí y se detuviera.
Mi corazón comenzó a latir con potencia... como cada día, siempre en ese momento.
Nada más abrir la puerta, el conductor (un calvo con bigote y cara de poquísimos amigos) farfulló algo así como "pasaya,quehaceunfríodecojones".
Tampoco le presté mucha atención. Jamás se la presto.
Subí los escalones y llegué al pasillo interior del autobús, ya atestado casi al máximo de chicos de mi edad, a los cuales conocía a la mayoría, para mi desgracia.
Lo primero que sentí fue un fuerte golpe de calor (el autobús iba con la calefacción a tope) seguido de una algarabía de voces que atronó en mi cabeza.
Lo segundo fue un fuerte golpe en la nuca.
Me dí la vuelta y vi que Luis me había lanzado una bola de papel envuelta en celo, muy dura.
No le dije nada, ya estaba acostumbrado, sino que me senté rápidamente en uno de los pocos asientos de la izquierda que quedaban libres, al lado de la ventana, y me abroché el cinturón de seguridad, como siempre.
Apreté los puños a la vez que miré hacia el exterior.
El autobús arrancó de nuevo y siguió el camino que todavía quedaba para la siguiente parada; la parada en la que subiría Lucía...
Yo me concentré en el paisaje de fuera. Los árboles pasaban rápidamente a mi lado, y si dejaba los ojos fijos en un punto indeterminado, una maraña marrón-verdosa comenzaba a danzar frente a mis ojos, haciendo formas abstractas, sin sentido.... pero de una belleza aplastante.
De pronto los árboles desaparecieron, y un manto blanco se deplego ante mí, como si la nada hubiese devorado abruptamente el bosque.
No eran más que un remedo de huertos, pero con la suficiente imaginación, a los trece años eres capaz de ver muchísimas más cosas...
Inconscientemente me dí cuenta que la radio del autobús dejaba escapar, por entre el sonido de las voces de los demás chicos, una preciosa canción lenta de piano, tipo años cincuenta, y cantada por una mujer. Parecía negra.
Seguí con la vista hacia fuera y me aferré a la canción como si de una tabla de herrumbrosa madera, en medio del océano, se tratara...
Deseché el resto de sonidos por completo y me concentré, ahora, en el cielo. Estaba nublado, pero no un nublado gris oscuro, no. Un nublado azulado, con tonos casi blancos, y el resto ligeramente gris...
Cuando logré salir hacia afuera, de nuevo, descubrí que a mi lado se había sentado alguien.
Ni me había dado cuenta de la parada. Ya no deberíamos tardar en llegar.
Me giré un poco y logré ver a Lucía, a mi lado.
Y me quedé paralizado.
No exagero si digo que es la chica más bella que jamás he visto en toda mi vida. Y ya no soy ningún jovencito, precisamente.
Poseía una mirada de ojos negros tal que hacía que cualquier persona hiciese cualquier cosa, tan sólo por complacerla.
Unas facciones redondas, con boca pequeña pero de labios carnosos, con una nariz sublimemente perfecta, y un pelo oscuro hasta la altura de los hombros.
Todo en ella era perfecta. Y ella lo sabía.
Y yo también.
Y la razón por la cual se había sentado conmigo era porque no quedaba ningún asiento libre aparte del de mi lado, como siempre.
Pero los motivos me daban igual.
Ella estaba junto a mí, y con eso yo ya tenía suficiente.
La miraba hablar con una de sus mejores amigas, cuyo nombre, francamente, ya no recuerdo, y yo la observaba ensimismado, haciendo desaparecer con mi mente el resto de chavales que tenía a mi alrededor, y colocándonos, a ella y a mí, en medio de la nieve. En medio de la nada. Sólos.
Fue un buen momento, y la canción del piano seguía sonando, aunque ahora la mujer ya no cantaba, y unos violines estaban haciendo acto de presencia...
Y sonreí.
Todo a mi alrededor comenzó a temblar, pero a mí me daba completamente lo mismo. Nada me sacaría de mi paraiso personal.
Las mochilas y abrigos guardados en las baldas de encima de los asientos cayeron sobre las cabezas de algunos chicos, y el autobús se llenó de gritos.
Pero yo no eschuché nada.
El bosque de detrás de la ventanilla había resurgido de nuevo, y los árboles se acercaron a toda velocidad hacia nosotros.
Todo quedó en silencio mientras el autobús comenzó a inclinarse hacia la derecha, haciendo que los chicos se aplastasen unos contra otros contra las ventanas.
Mi cuerpo se aplastó contra el cinturón de seguridad, pero yo no aparté la vista del exterior, viendo cómo las copas de los árboles se alzaban a mi lado, como si quisieran tocarme.
El autobús se puso a dos ruedas durante unos segundos, mientras todos los objetos del interior flotaban lentamente hacia el lado contrario de donde yo estaba. Yo hubiese seguido su trayectoria, pero el cinturón aguantó.
Aunque en ese momento me daba todo igual.
La pared derecha del autobús se aplastó definitivamente contra el suelo, de nuevo, en completo silencio, y entonces decenas de cuerpos saltaron de sus asientos...
Alcé lentamente la vista y vi flotar en el aire durante unas décimas de segundo a todos mis compañeros.
Les envidié por un instante.
Acto seguido sus cuerpos se estamparon unos contra otros, y se rompieron para siempre.
Las ventanas estallaron, dejando esparcidos por la carretera los cuerpos y las mochilas de algunos de ellos.
El vehículo resbaló por el suelo durante varios metros, haciendo saltar una enorme nube de chispas, pese al hielo y la nieve que cubría todo.
Volví a girarme hacia la ventana, impasible, y ví que el cielo había desaparecido, y que ahora no se veía más que ramas de árboles.
Y todo se detuvo. Aunque en ningún momento tuve la sensación de que nada se moviera.
La canción del piano seguía, aunque el ruido de estática la estropeaba lo suficiente como para tener que eliminarla de mis oidos, y comenzar yo a tararearla mentalmente.
La quietud lo dominaba todo, de nuevo.
Giré la cabeza hacia mi izquierda y me encontré con la sorpresa que me cambió la vida.
Ví que Lucía continuaba a mi lado, sentada en el asiento contiguo, con los ojos cerrados y el cuello en una posición imposible.
Había sido lo sifucientemente lista como para abrocharse el cinturón de seguridad.
Como yo.
Sonreí como nunca, y sentí que mi corazón iba a salir de mi cuerpo.
Yo jamás me fijo en chicas estúpidas. Sabía que Lucia era especial. No era como los demás.
Todos estaban amontonados, unos sobre otros, sangrantes, informes.
Pero ella se había quedado conmigo.
Y supe que jamás en mi vida conseguiría querer tanto a una persona como en ese momento.
Y durante muchísimo tiempo continué colgado en mi asiento, sobre el manto de cadáveres, moviendo las piernas levemente al son de la canción.
D.C.R. :
Ha decidido que la vida es más trágica sin caperucitas ni lobos y pretende perderse de nuevo en el bosque a robar cestas a desorientadas niñas, o niñas a confiadas cestas.