Antes de que me despidieran habían enviado a las oficinas a aquel extraño personaje. Un "Optimizador de las horas laborables", decía que era. Cronómetro en mano, se dedicó durante más de un mes a analizar nuestro comportamiento en la empresa, nuestro comportamiento de cara al aprovechamiento del tiempo laboral, se entiende. Cronometraba el tiempo que pasabamos delante del ordenador, el tiempo que pasabamos haciendo fotocopias, el tiempo que pasabamos removiendo el cafe antes de tomarlo, el tiempo que gastabamos buscando grapas nuevas, el tiempo que gastabamos preguntandole al compañero que tal la familia, el tiempo que gastabamos rebuscando en los archivos... Nos seguía hasta a mear, cronometraba el tiempo que tardabas en orinar e incluso me supongo que haría nota mental del número de sacudidas que se realizaban. Después de su profundo análisis dió una conferencia. Llevo cientos de gráficos y esquemas incomprensibles y exageradamente liosos, no entendí ni la mitad de la mitad de lo expuesto, pero como el hombre iba impecablemente vestido y bien peinado debía de estar diciendo la verdad (*). Explicó al jefe y a su séquito, que en la empresa se perdia mucho tiempo por banalidades. Convendría recortar algunos hábitos. Se quitó la maquina de cafe. Se prohibió terminantemente fumar. Se limitaron las salidas al baño (A un gerente de la planta 3 que sufría de incontinencia nerviosa no le hizo ni puta gracia). Meses más tarde el jefe volvió a llamar a dicho personaje puesto que los beneficios después de su "optimización del tiempo" no habían sido los esperados. Tras otro estudio exahustivo, este señor instauró nuevas normas: No deberíamos llevar corbata, puesto que los segundos que perdíamos aflojando y apretando el nudo de la misma era tiempo de trabajo perdido para la empresa. No deberíamos llevar zapatos, sino calzado deportivo sin cordones, al parecer el atar y desatar los zapatos era también una muestra de nuestra desidia hacia la empresa. La presencia pasaba por tanto a un segundo plano, aquello empezaba a parecerse a un supermercado, con gente en chandal y playeros caminando de un lado a otro. Y lo más curioso: No deberíamos hablar con nuestros compañeros. Es una putada, tengo por norma felicitar, si me es posible, la mañana a mis compañeros. Bueno no es que todo el mundo en la empresa me cayera bien, pero ciertamente la medida era exagerada. Aquello parecía un tanatorio, con leves movimientos de cabeza para saludar, y una desgana generalizada. La cuestión es que tampoco se consiguieron los resultados esperados tras esta segunda "optimización", con lo que el que fuese mi jefe volvió a llamar (yo creo que era el traje lo que le hacía confiar en él) al "Optimizador". La conclusión de este ya habitual turista, cronómetro en mano, de nuestras oficinas fue que no podían erradicar por completo la comunicación entre empleados. Pero que (brillante idea) si que podían limitarla. La nueva norma era que solo nos estaba permitido pronunciar 20 frases a lo largo del día, independientemente del número de palabras de cada una. Bueno algo era algo, la cosa tomó tintes de picaresca aplicada a empresas y la gente para cosas tan sencillas como pedir un bolígrafo desplegaba frases enormes, dificilmente enlazadas y cuya existencia era unicamente evitar que se quedasen mudos durante el resto del día. Eso sí, si hay algo a lo que nunca renuncie es al "buenos días" oficial y oficioso de cada mañana. Curiosamente los beneficios aumentaron considerablemente. Parecía que esta "optimización" si que había dado resultado. El jefe abrumado por el éxito de la artimaña tuvo otra idea, exprimir más el tiempo del empleado reduciendo su vocabulario a 10 frases. Y lo hizo. Y la cosa se torno bastante surrealista. Y algo difícil para aquellos blasfemos que, como sueltan defecaciones varias cuando se les caen un montón de informes por el suelo o cierto programa les dan errores irreparables, siempre se quedaban sin frases antes de mediodía. Pero aún así aguante en mi puesto, continue ofreciendo mis "buenos días" cada mañana y adaptandome a las normas. La siguiente gran idea fue sesgar nuestras conversaciones a un número determinado de palabras. Con esto se volvía bastante más barroco y resonante nuestro vocabulario a fin de evitar los sosos y aburridos monosílabos. Yo al entrar por la puerta, como ya suponeis, perdía dos de estas palabras, gastadas por el "buenos días" riguroso. Y por alguna extraña razón, aumentaron los beneficios, de nuevo. Lo gracioso vino luego, cuando el jefe nos propuso ahorrar mas saliva aún y ni siquiera pronunciar palabras enteras, sino la primera sílaba de cada una de ellas, con lo que el receptor del mensaje tendría que suponerse lo que estabamos diciendo. El caos en los diálogos era obvio. Esa misma mañana el jefe vino a vernos a nuestra planta. Cuando entre y lo ví, yo elegantemente vestido con mi chandal y mis deportivas, le salude: -Bu Di, Hi De Pu Igual no me entedió bien.
d.c.r.
(*) -A alguien le sonará esto de la obra de Antoine De Saint-Exupéry, es decir lo del traje a la hora de exponer algo es una pequeña idea robada de "El principito".
¶ 4:12 p. m.
2 comments
Comments:
Vuelven los relatos a divina tragedia, yuju
Siempre estoy entre las sombras, asi que cuidate de dejarme comida y bebida
Relato interesante y bastante bien narrado, ahora que...
Tras prohibirles toda clase de comunicación, Me pregunto el motivo por el que, después de comprobar un aumento (lógico) del rendimiento de los trabajadores al ponerles 20 frases máximas como norma, se vuelva a subir dicho rendimiento cuando ese número de frases máximas por norma baja a 10.
Cuantas veces se habrán susurrado esas tres palabras en el trabajo, de las cuales, por motivos de sonoridad apenas audible, solo se escuchen en ocasiones las tres primeras sílabas (o las tres últimas).
D.C.R. :
Ha decidido que la vida es más trágica sin caperucitas ni lobos y pretende perderse de nuevo en el bosque a robar cestas a desorientadas niñas, o niñas a confiadas cestas.