Murió por amor. Y sabía desde el principio que para eso no había cura.
Cuando leyó aquella carta supo que no le volvería a ver. Que esa era una especie de despedida. Muy particular, muy fría, muy de su estilo.
Le deseó todo tipo de desgracias, le odió hasta que le sangró la nariz y hasta que se le arrugó la piel. Se lo había quitado todo. Pero quería volverle a ver.
Y sobre todo se lamentaba de no haber sido más precavido. De no verlas venir.
Y al final murió como los grandes románticos, sollozando entre sábanas. Se pasaba las tardes tumbado en la cama, buscando la mano de su compañero en el aire. Acabó delirando y dejó de respirar consumido por las fiebres y asfixiado por la tos.
Si los hospitales siempre han sido sitios tristes, los redactores de sus comunicados deben de ser personas muy grises.
Sobre la mesita de la habitación aquella aterradora carta, que le avisó de todo, señalaba friamente: Anticuerpos Anti-HIV = Positivo.
D.C.R. :
Ha decidido que la vida es más trágica sin caperucitas ni lobos y pretende perderse de nuevo en el bosque a robar cestas a desorientadas niñas, o niñas a confiadas cestas.